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En memoria de mi Padre

Por: Ing. Jesús Herrera Rabago

Hay cosas que ni la vida, ni los años, ni la escuela te enseñan. Esta semana experimenté una de ellas: ver partir a mi padre José Ismael Herrera Meléndez. Y aunque Dios fue muy generoso con él y le regaló 90 años, aún y cuando uno sabe que el cuerpo se va deteriorando por las enfermedades y uno tiene la certeza de que el final se acerca, aun así siempre será una experiencia triste el saber que ya no lo tienes a tu lado.
Como todo ser humano, tuvo virtudes y defectos, pero como la mayoría de los padres se esforzó al máximo por sacar adelante a sus hijos. Huérfano desde los 6 años, sin una figura paterna que le sirviera de ejemplo, logró a sus 9 hijos, junto con mi madre, darnos educación y una base sólida de principios para la vida.
Nacido en Linares y haciendo un gran esfuerzo se vino a Monterrey a estudiar en aquel entonces al famoso “Colegio Civil”, llamado así porque ahí se impartía la carrera de ingeniería civil. Al terminar sus estudios, junto con 5 amigos, escucharon que Petróleos Mexicanos estaba contratando ingenieros. Se fueron a México, logrando que lo contrataran y enviaran a la planta de Ciudad Madero.
Después de algunos años, desde 1975, llegó a Cadereyta junto con otros compañeros a recibir las instalaciones realizadas por el área de Pemex Construcción, le tocó la entrega-recepción y junto con varios más, ser unos de los iniciadores del Personal Técnico de la Refinería de Cadereyta, a quien hizo su segundo hogar y a los petroleros también su familia.
Era firme en su carácter, a veces duro, pero así se requería, primero en la casa para controlar a 9 hijos, después en la refinería para que el trabajo saliera lo mejor posible. Esa es la mejor herencia que nos dejó: un apellido labrado en la cultura del trabajo y del esfuerzo.
Solía decir: “Siempre compárate con los buenos, no con los burros”, lo hacía para motivarnos a aspirar a lo máximo y evitar así la mediocridad. Dos veces tuvo la oportunidad de servir, también, como Director de Obras Públicas Municipal, dejando parte de su legado en muchas obras que ahí realizó.
Hoy entiendo, mejor que nunca, aquella frase que dicta que: “Un padre vale por cien maestros”, y creo que él lo cumplió a cabalidad, por eso al final, después de devolver su cuerpo a la tierra, brotó en la familia, de manera espontánea, el gesto de aplaudirle como signo de gratitud y reconocimiento.
Gracias a todos los que nos acompañaron física o espiritualmente, especialmente por sus muestras de estima y cariño en estos momentos tristes.
Ya los viernes no serán lo mismo cuando llegue a su casa y no esté ahí mi padre, por lo que tendré que recordar que: “Se va el corazón, pero no el amor… que se van los brazos pero no los abrazos… que se van las manos, pero no las caricias… porque lo que se ama, no desaparece”. Descansa en Paz Papá.

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